La Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui de Esquivias vende este libro donado por el autor para la causa Saharaui

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viernes, 12 de febrero de 2010

Al Este y al Oeste de la berma. Cosas del Sáhara




Al este y al oeste de la berma





Dedicado a Mohamed y a Hayat,

los hijos de Minettu Haidar..



Al fondo, y a lo lejos, se divisan las hermosas estribaciones de Ajshash; un poco a la izquierda, se alzan mirando al cielo, las inconfundibles ubres gemelas, denominadas, Lemgueirinat, o sea, las mancornadas; a la derecha, Liteima, que haciendo honor a su nombre, la huérfana, se levanta sola y apartada.
En el centro, un Land-Rover descapotable, delante de una acacia de tallo alto y copa frondosa, con una rueda de repuesto sobre el capó, otra en la caja, sin retrovisores y sin cristales. En la cabina, tres jóvenes, de riguroso uniforme militar y mirando de frente, luciendo sus míticas gafas siroqueras con las que fijan, en la frente, las vueltas de sus turbantes. El más joven, sentado a la derecha, encendiendo su pipa de ‘maneiya’; a su izquierda, sonriente, quien parece seguirle en edad; y frente al volante, el mayor de todos, con turbante negro, de tez muy morena, un mostacho negro y bastante poblado y una dentadura blanca como la leche.
El color amarillento tirando a rojizo que cubre el cielo y todo el panorama revela que ese día, Zemour, había amanecido bajo el manto de una tormenta de arena.
Sin datar, la foto bien podría haber sido tomada a mediados de los ochenta o, quizás, en los gloriosos finales de los setenta. Pero es, precisamente, ahí donde radica la duda que, desde hace años, mantiene en vilo a quien la mira una y otra vez.
Él, siendo hijo único, no llegó a conocer a su padre. Pocos meses después de su nacimiento, en la primavera de 1986, su padre había caído muerto en los feroces combates que se libraban en el sector sur del muro. Pero conserva, como en paños de oro, la fotografía que su padre, de joven, se había hecho para el carnet de identidad. Endeble recurso, éste, para rellenar de imágenes y recuerdos vivos la ternura paterna que no se tuvo.
Después de años escrutando los mares infinitos de la red en busca de alguna fotografía en la que pudiera reconocer a su padre, había encontrado la foto del Land-Rover. A su juicio el del mostacho negro guarda un parecido infinito con su padre. Pero no tiene manera posible de averiguarlo por sí solo. Incluso llega a imaginarse con unos años de más para verse con un mostacho igual de negro y, así, remarcar las similitudes con el hombre sentado al volante.
La incansable búsqueda tiene sentido porque este padre tan buscado es, a su vez, hijo único de otro hombre, el abuelo, que también había caído muerto mucho antes, allá a finales de los setenta, en los combates de Leboirat. De ahí la carga tan pesada ante la Historia que el hijo-nieto siente sobre sus hombros: los apellidos y los genes de tres generaciones pueden desaparecer de la faz de la tierra.
Muy anciana ya, la abuela paterna no alcanza a discernir entre la foto del carnet del padre y la del hombre del mostacho negro, que le muestra el nieto, por lo que tan sólo le contesta:

-Benditos sean los recuerdos, hijo. Las fotos, al igual que las flores, se marchitan (insinúa la vista), pero no los recuerdos.

Y así, en la tierra y en el cielo, al este y al oeste de la berma, los hijos del pueblo saharaui suspiran por lo mismo: la independencia y la libertad del Sahara Occidental.

Haddamin Moulud Said


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El síndrome del exilio



- ¿Cuántos años tienes señora?

- Dieciocho…

- ¡¿Dieciocho?! ¿Cuándo los cumplió?

- ¡Ay hijo, fue hace tanto que ya no me acuerdo…!



Cuando en contra de la voluntad, el destino obliga a partir, a dejar la casa, a abandonar el abrigo del hogar, el alma deja de crecer. La vida se detiene en el instante en que los ojos miran, lo que sin darse cuenta no volverán a ver en mucho tiempo. El corazón se rebela contra el tiempo y decide que el cuerpo en que habita permanecería joven hasta el día en que vuelva a retomar aquel breve instante que guarda en la retina, cuando su mirada se posaba, por última vez, sobre el mundo que vive en su más tierno recuerdo.
En contra de la madre natura o de los designios del todopoderoso y aunque a veces el cuerpo intenta demostrar lo contrario, el exiliado, el que está lejos de casa renuncia al inexorable paso del tiempo y se detiene en la estación de la primavera, la eterna juventud. El espíritu de la juventud es secuestrado y forzado a perdurar hasta el día del regreso, hasta el día del reencuentro.
Es el síndrome del exilio, que reúne a personas de edades distintas, de generaciones distintas de ambientes distintos, bajo el calor de una misma jaima, donde los recuerdos terminan siendo comunes, donde la convivencia termina por aglutinar a todos en una misma edad. Las historias del pasado, de tanto contarse parecen como nuevas, de hace unos días, las anécdotas son de todos, los gestos, el modo de hablar, de reír y de narrar terminan pareciéndose. Las vivencias se mezclan y unos se apropian sin darse cuenta de la vida de los otros y entonces se termina conociendo mundos donde nunca se ha estado; se llega a viajar por otros caminos, se conocen nuevas sensaciones, se descubre la capacidad de resistir frente al dolor, se aprende a domar el tiempo.
La alegría es el mejor remedio para lograr disimular el paso del tiempo. Sentarse alrededor del té y hablar y hablar, siempre hablar, permite evitar el mayor de los males del exiliado, la soledad. Porque en la soledad vuelve la realidad y uno por muy bien que lo disimule no llegará a mentirse a si mismo. Cada cual sabe lo que le atormenta, sus recuerdos, sus sueños, sus frustraciones, su edad.
El síndrome del exilio no es una enfermedad ni complejo psíquicos, aunque es un cúmulo de emociones y vivencias que el individuo quiere retener en el tiempo, lo que le hace comportarse y actuar como un adolescente en el cuerpo de un adulto.
El síndrome del exilio es una necesidad, es un mecanismo de defensa contra una realidad de adversidades que duran ya mucho tiempo y es el proyecto de recuperación a largo plazo del tiempo robado, de la memoria perdida.
Son treinta y cinco años de exilio forzado, sin padres, sin madres, sin hermanos, sin familia, sin abrazos, sin ilusiones…
Son treinta y cinco años de esperas, de separaciones, de torturas e ignominias…
Son treinta y cinco años de sufrimientos, creyendo en soluciones, añorando reencuentros, rezando amaneceres…
Ante esta difícil situación, el síndrome del exilio junta las soledades y crea un ambiente de evasión, de huida hacia el interior, sin que ello signifique ni un abandono de la lucha por cambiar la realidad, ni por la recuperación de todo el tiempo vital que se ha perdido.



Ebnu





*Foto: www.fronterasdepapel.com

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